¿Por qué se ha vuelto
común entre los artistas de este fin de siglo usar en sus
obras materiales como los cabellos, los pelos, los trozos de
uñas cortadas, pero además las secreciones y los
humores, la sangre, la saliva, los mocos, la orina, el esperma, la
sanie, la pus, los excrementos? El denominador común de todos estos
insólitos productos es que son materiales
orgánicos y desechos directos del cuerpo.
Jamás la obra de arte ha sido tan
cínica y le ha gustado tanto rozar la
escatología, la suciedad y la porquería.
Jamás tampoco —rasgo más desconcertante
aún— esta obra habrá sido tan querida
por las instituciones, como en el hermoso tiempo del arte oficial.
Más inquietante que su fabricación es la
recepción de estos objetos. Directores de museo,
responsables de las grandes manifestaciones internacionales,
críticas de revistas y magazines, todo un establishment del
gusto parece aplaudir este arte de la abyección. Todo ocurre
como si, de la exposición de estos cuerpos entregados al
horror, otro cuerpo, el cuerpo social, sacase una necesidad y,
quizás, las condiciones mismas de su cohesión.
Todo ocurre como si la unidad del socius, antiguamente asumida por lo
religioso y lo político, y porque se ha vuelto imposible de
mantener ni en el orden de lo religioso ni sólo en el orden
de lo político, encontrara en adelante su cimiento en la
manifestación pública de una
escatología aceptada y celebrada.
Jean Clair