Ha llegado a ser proverbial la dificultad de leer a Maurice Blanchot. Escribir acerca de su escritura o pensar a propósito de su pensamiento aparecen de pronto como grotescas imposturas, como el colmo de la pedantería; ahora bien, uno se pone a leer a Blanchot y no puede soltarlo, ni siquiera habiendo dejado de leerlo (por cortos o extensos lapsos de tiempo). En cierto momento se llega a percibir que Maurice Blanchot (y, a su lado, infinidad de escritores similares o aun antagónicos) no es ni podría llegar a ser un «tema» o un «objeto» de conversación o de estudio (y menos de una tesis), sino que opera como una especie de enigma, de encantamiento, o una fuente de contagio que poco a poco nos obliga a leer, a ver y hasta a hablar no «de» él, sino —evitando en lo posible todo mimetismo— a través de él.
Sergio Espinosa