Mi cuerpo y yo

MAURICE BLANCHOT 
Aquel que no me acompañaba

ISBN: 978-84-95897-73-2
Año: 2010
Páginas: 90
Formato: 149 x 220 mm
Precio con IVA: 13  €

Libros del último hombre, 22

 

Traducción:
Hugo Savino

EL AUTOR Y SU LIBRO:

Para muchos, Aquel que no me acompañaba (1953) es sin duda el relato más complejo de Blanchot. En él, el narrador, aquel que dice «yo» en su interior, es alguien que escribe y que, puesto a escribir, se dispone a la escucha del silencio y al encuentro de la soledad. Pero no un silencio y una soledad que fueran los suyos, puesto que, de inmediato, «yo» se descubre inmerso en un diálogo con otro («él») que le responde extrañamente con sus propias palabras, sino la soledad y el silencio que son propios de la escritura, hechos efectivos en el instante mismo de escribir. Quien escribe se halla de este modo frente a lo que Blanchot, en uno de sus ensayos más celebrados (escrito más o menos al mismo tiempo que este relato), ha llamado «la soledad esencial».

Relato de la desaparición y de la ausencia de aquel que al escribir adquiere «el derecho a hablar de sí en tercera persona», que dice «yo» sólo para desaparecer, para comparecer ante su ausencia (las cuales, a partir de ese momento, no son las de uno, sino las del otro), las de «él», que en ese instante viene a ser «aquel que no me acompañaba», porque desde siempre y para siempre, con una insistencia que pone en juego el infinito, aparece en la forma de quien se ausenta de su presencia y desaparece de su aparición.

La indisimulable complejidad de Aquel que no me acompañaba deriva del inagotable secreto que contiene. La brusca claridad con que en sus primeras palabras declara su propósito («Yo, esta vez, intenté abordarle») contrasta vivamente con la morosidad con que se describe el acercamiento a un acontecimiento hecho de la negación y de la resistencia a producirse.

La constancia del secreto se precipita en el momento en que el «yo» que escribe se percata de que no habrá otro lugar para el encuentro que un «lugar en donde no hubiera nadie y donde yo mismo no fuera yo». Abierto ese lugar en el único espacio que lo hace posible (el de la escritura), se hace patente el secreto de una presencia que se rehúsa a hacerse presente, a darse en el presente. Presencia que es imposible traer hasta el presente y que, aunque obliga permanentemente a seguir escribiendo, se resiste a ser dicha con ninguna palabra y amenaza con hundirlas todas en el extraño silencio que reina en la inconmensurable distancia que no ha dejado de abrirse entre presencia y presente (presencia sin presente y presente sin presencia): el NEUTRO.

Por eso, ante la pregunta que «él» repite con obstinación («Describa lo que ve: ¿escribe?, ¿escribe usted en este momento?»), «yo» se escabulle siempre sin poder responder, trabado en una red de negaciones que se tejen sin que se vea el momento de ponerles fin: empujadas cada vez a desprenderse de aquello positivo que las podría sostener, hundidas en el fondo de ausencia de una lejanía que nada de lo que se dijera anularía trayéndola hasta el presente.

Sin embargo, todo ha de servir para despejar al fin, en las últimas páginas de este relato, una afirmación real, jovial, feliz, que se desprende en el instante del intento de la descripción, cuando el encomendado a hacerla siente que pierde lo esencial y, circundado por lo que le falta, se encamina hacia su desaparición final, allí donde lo que desparece, en cuanto que desaparece, aparece.


¿Qué va a suceder entonces? ¿Tuve verdaderamente este deseo de sustraerme, de descargarme en alguien distinto? Más bien de sustraer en mí al desconocido, de no perturbarle, de borrar sus pasos para que lo que él ha cumplido se cumpla sin dejar restos, de manera que eso no se cumpla para mí que sigo permaneciendo en el borde, fuera del acontecimiento, acontecimiento que pasa sin duda con el destello, el ruido y la dignidad del relámpago, sin que yo pueda hacer más que perpetuar su aproximación, suspender su indecisión, mantenerla, mantenerme allí sin ceder. ¿Era en otro tiempo, ahí donde yo vivía y trabajaba, en la pequeña habitación en forma de garita, en este sitio donde ya, como desaparecido, lejos de sentirme liberado de mí mismo, tenía, por el contrario, el deber de proteger esta desaparición, de perseverar en ella para llevarla más lejos, siempre más lejos? ¿No era allí, en el extremo desamparo que ni siquiera es el de alguien, donde se me había ofrecido el derecho de hablar de mí en tercera persona?

Maurice Blanchot

VOCES DE LA CRÍTICA:

Sin lugar a dudas, en este movimiento por el que el lenguaje gira sobre su eje es como se manifiesta de la manera más justa la esencia del compañero obstinado. No es en efecto un interlocutor privilegiado, algún otro sujeto hablante, sino el límite sin nombre contra quien viene a tropezar el lenguaje. Este límite no tiene aún nada positivo; es más bien el fondo desmesurado hacia el que el lenguaje no cesa de perderse pero para regresar idéntico a sí, como el eco de otro discurso que diga lo mismo, del mismo discurso que diga otra cosa.

«Aquel que no me acompañaba» no tienen nombre (y quiere mantenerse en un anonimato esencial); es un él sin rostro y sin mirada, sólo puede ver mediante el lenguaje de otro a quien pone a las órdenes de su propia noche; se acerca así lo más posible a ese Yo que habla en primera persona y cuyas palabras y frases recoge en un vacío ilimitado; y, sin embargo, con él no tiene vínculos, una distancia desmesurada lo separa de él.

Por eso, quien dice Yo debe sin cesar acercarse a él para encontrar por fin al compañero que no lo acompaña o establecer un vínculo con él lo suficientemente positivo como para manifestarlo al desanudarlo. Ningún pacto los ata y, sin embargo, están potentemente ligados por una interrogación constante (describa lo que ve; ¿escribe usted ahora?) y por el discurso ininterrumpido que manifiesta la imposibilidad de responder. Como si, en este retraimiento, en el hueco que quizás no es nada más que la erosión invencible de la persona que habla, se pusiera en libertad el espacio de un lenguaje neutro; entre el narrador y este compañero indisociable que no lo acompaña, a lo largo de la estrecha línea que los separa como separa al Yo hablante del Él que hay en su ser hablado, se precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda habla y de toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su espejeo de un instante, su centelleante desaparición.

Michel Foucault

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